sábado, 15 de febrero de 2014

la última carta

La dernière lettre

La dernière lettre es una gran película de Frederick Wiseman, en la que Anna Semiónovna, magníficamente interpretada por Catherine Samie, se dirige a su hijo leyendo la carta que acaba de escribirle poco antes de ser conducida hacia el final... 

El texto pertenece a Vida y destino, de Vasili Grossman.


"vis... vis... vis toujours..."


"Vitenka... Ésta es la última línea de la última carta de tu madre"




Vitia, estoy segura de que mi carta te llegará, a pesar de que estoy detrás de la línea del frente y detrás de las alambradas del gueto judío. Yo no recibiré tu respuesta, puesto que ya no estaré en este mundo. 

Quiero que sepas lo que han sido mis últimos días; con este pensamiento me será más fácil dejar esta vida. 


Es difícil, Vitia, comprender realmente a los hombres… Los alemanes irrumpieron en la ciudad el 7 de julio. En el parque la radio transmitía las noticias de última hora. Salía de la policlínica, después de las consultas, y me detuve a escuchar a la locutora, que leía en ucraniano un boletín sobre los últimos combates. Oí un tiroteo a lo lejos. Luego algunas personas cruzaron corriendo el parque. Seguí mi camino a casa, sin dejar de sorprenderme por no haber oído la señal de alarma aérea. De repente vi un tanque y alguien gritó: «¡Los alemanes están aquí!».
«No siembre el pánico», le advertí. La víspera había ido a ver al secretario del sóviet de la ciudad y le había planteado la cuestión de la evacuación; él montó en cólera: «Todavía es pronto para hablar de eso; no hemos comenzado siquiera a redactar las listas». En una palabra, los alemanes habían llegado. Aquella noche los vecinos se la pasaron yendo de una habitación a otra; los únicos en mantener la calma éramos los niños y yo. Había tomado una decisión: que me suceda lo que haya de suceder a los demás. Al principio tuve un miedo espantoso; comprendí que no te volvería a ver, y me entraron unas ganas locas de volver a verte, de besarte la frente, los ojos una vez más. Entonces me di cuenta de la suerte que tenía de que estuvieras a salvo.
Me quedé dormida de madrugada y, al despertar, me embargó una terrible melancolía. Estaba en mi habitación, en mi cama, pero me sentí en tierra extraña, perdida, sola. Aquella misma mañana me recordaron lo que había logrado olvidar durante los años de régimen soviético: que yo era judía. Los alemanes pasaban en sus camiones y gritaban: «Juden kaputt!».
Y los vecinos también me lo recordaron más tarde. La mujer del conserje, que se encontraba bajo mi ventana, le decía a una vecina: «Por fin, a Dios gracias, nos libraremos de los judíos». ¿Qué es lo que le pudo llevar a decir eso? Su hijo está casado con una judía; la vieja solía ir a visitarlos y me hablaba después de sus nietos.
Mi vecina de apartamento, una viuda con una hija de seis años llamada Aliónushka, de maravillosos ojos azules (ya te he escrito alguna vez sobre ella), pues bien, esta vecina vino a verme y me dijo: -Anna Semiónovna, le pido que para la tarde haya retirado las cosas de su habitación, voy a instalarme en ella.
– Muy bien -le respondí-, entonces yo me instalaré en la suya.
– No, usted se instalará en el cuarto trasero de la cocina. Me negué en redondo; allí no había estufa, ni ventana siquiera.
Me fui a la policlínica y, al volver, resultó que me habían forzado la puerta y mis cosas habían sido arrojadas en el interior de aquel cuartucho. Mi vecina me dijo: «Me he quedado su sofá, de todas maneras no cabe en su nuevo cuarto».
Asombroso, se trata de una mujer con estudios, diplomada en una escuela de artes y oficios, y su difunto marido era un hombre bueno y tranquilo, que trabajaba de contable en la Ukoopspilka . «Usted está fuera de la ley», me dijo la mujer como si aquello supusiera un gran provecho para ella. Su pequeña Aliónushka se sentó conmigo toda la tarde y yo le estuve contando cuentos. La niña no quería irse a dormir, de modo que su madre se la llevó en brazos. Así fue la fiesta de inauguración de mi nuevo hogar. Luego, Vítenka, abrieron de nuevo la policlínica. A mí y a otro médico judío nos despidieron. Fui a pedir la mensualidad que no había cobrado pero el nuevo responsable me dijo: «Stalin le pagará lo que usted haya ganado bajo el régimen soviético; escríbale, pues, a Moscú». Una enfermera, Marusia, me abrazó lamentándose con voz queda: «Dios mío, Dios mío, qué va a ser de usted, qué va a ser de todos ustedes». El doctor Tkachev me estrechó la mano. No sé lo que resulta más duro, si la alegría maliciosa de unos o las miradas compasivas de otros, como si estuvieran ante un gato sarnoso, moribundo. Nunca imaginé que me tocaría vivir algo semejante.
Muchas personas me han dejado estupefacta. Y no sólo personas ignorantes, amargadas, analfabetas. He aquí, por ejemplo, un profesor jubilado, de setenta y cinco años, que siempre preguntaba por ti, me pedía que te diera saludos de su parte, y decía hablando de ti: «Es nuestro orgullo». En estos días malditos, al encontrarse conmigo por la calle, no me saludó, me dio la espalda. Luego me enteré de que en una reunión en la Kommandantur había declarado: «Ahora el aire se ha purificado, al fin ha dejado de oler a ajo». ¿Por qué? ¿Por qué ha hecho eso? Esas palabras le ensucian. Y en la misma reunión cuántas calumnias vertidas contra los judíos… Sin embargo, Vítenka, no todos participaron en esa reunión. Muchos rehusaron. Y, ¿sabes?, por mi experiencia de la época zarista siempre había pensado que el antisemitismo estaba ligado al patrioterismo de los hombres de la Liga del Arcángel San Miguel. Pero ahora he constatado que los hombres que claman por liberar a Rusia de los judíos son los mismos que se humillan ante los alemanes y se comportan como deplorables lacayos, estos hombres están dispuestos a vender Rusia por treinta monedas de plata alemanas. Gentes zafias llegadas de los arrabales se apoderan de los apartamentos, las mantas, los vestidos; personas como ellos, con total seguridad, son los que mataban a los médicos durante las revueltas del cólera. Y hay también otros seres, cuya moral se ha atrofiado, seres dispuestos a consentir cualquier crimen con tal que no se sospeche que están en desacuerdo con las autoridades.
Vienen a verme amigos a cada momento para traerme noticias, todos tienen mirada de loco, deliran. Una extraña expresión se ha puesto de moda: «esconder las cosas». Por alguna razón, el escondite del vecino parece más seguro que el propio. Todo eso me recuerda a cierto juego infantil.
Pronto se anunció la creación de un gueto judío; cada persona tenía derecho a llevar consigo quince kilos de objetos personales. En las paredes de las casas fijaron unos pequeños carteles amarillos: «Se ordena a todos los judíos que se trasladen al barrio de Ciudad Vieja antes de las seis de la tarde del 15 de julio de 1941». Para todo aquel que no obedeciese, la pena capital.
Así que, Vítenka, yo también me puse a preparar mis cosas. Cogí una almohada, algo de ropa blanca, la tacita que un día me regalaste, una cuchara, un cuchillo, dos platos. ¿Acaso necesitábamos mucho más? Cogí parte del instrumental médico. Cogí tus cartas, las fotografías de mi madre y del tío David, y también aquella donde sales tú con papá, un pequeño volumen de Pushkin, las Lettres de mon moulin, otro de Maupassant, donde está Une vie, un pequeño diccionario… Cogí Chéjov, el libro aquel donde aparece Una historia trivial y El obispo, y eso es todo: mi cesta estaba llena. Cuántas cartas te he escrito bajo este techo, cuántas noches me he pasado llorando, sí, ahora puedo decírtelo, por mi soledad.
Dije adiós a la casa, al jardincito; me senté algunos minutos bajo el árbol; dije adiós a los vecinos. Hay personas que son realmente extrañas. Dos vecinas, en mi presencia, se pusieron a discutir por mis pertenencias: cuál se quedaría con las sillas, cuál con mi pequeño escritorio; pero, en el momento de la despedida, las dos lloraron. Les pedí a unos vecinos, los Basanko, que si después de la guerra venías a buscarme te lo contaran todo con detalle. Me prometieron que así lo harían. Me conmovió Tóbik, el perro de la casa, que se mostró especialmente cariñoso conmigo la última noche. Si vuelves dale de comer por la ternura dispensada a una vieja judía.
Cuando me disponía a emprender el camino y me preguntaba cómo me las iba a apañar para cargar con mi cesta hasta la Ciudad Vieja, apareció de improviso un antiguo paciente mío llamado Schukin, un hombre sombrío y, creía yo, de corazón duro. Se ofreció a llevarme la cesta, me dio trescientos rublos y me dijo que una vez por semana me llevaría pan a la alambrada. Trabaja en una imprenta; no lo habían llamado a filas debido a una enfermedad ocular. Antes de la guerra había venido a curarse a mi consulta, y si me hubieran propuesto que diera nombres de personas puras y sensibles, habría dado decenas de nombres antes que el suyo. Sabes, Vítenka, después de su visita volví a sentir que era un ser humano. Los perros ya no eran los únicos que mostraban una actitud humana.
Schukin me contó que en la imprenta de la ciudad se estaba imprimiendo un bando: se prohíbe a los judíos andar por las aceras; deben llevar una estrella amarilla de seis puntas cosida en el pecho; no tienen derecho a utilizar el transporte colectivo ni los baños públicos, no pueden acudir a los consultorios médicos ni ir al cine; se les prohíbe comprar mantequilla, huevos, leche, bayas, pan blanco, carne y todas las verduras excepto patatas; las compras en el mercado se autorizan sólo después de las seis de la tarde (cuando los campesinos han abandonado ya el mercado). La Ciudad Vieja será rodeada de alambradas y se prohibirá toda salida, salvo bajo escolta para realizar trabajos forzados. Cualquier ruso que cobije en su casa a un judío será fusilado, de la misma manera que si hubiera escondido a un partisano.
El suegro de Schukin, un viejo campesino procedente de Chudnov, un shtetl cercano a la ciudad, había visto con sus propios ojos cómo los alemanes llevaron en manada hasta el bosque a todos los judíos del lugar, provistos de sus hatillos y maletas; durante todo el día no dejaron de oírse disparos y gritos terribles. Ni un solo judío regresó. Los alemanes, que se alojaban en casa del suegro de Schukin, regresaron bien entrada la noche; estaban borrachos y siguieron bebiendo y cantando hasta la madrugada mientras se repartían broches, anillos, brazaletes delante de las narices del viejo. No sé si se trata de un hecho aislado y fortuito o del presagio de lo que nos depara el futuro.
Qué triste fue, hijo mío, mi camino hacia el gueto medieval. Atravesaba la ciudad donde había trabajado durante veinte años. Primero pasamos por la calle Svechnaya, completamente desértica. Pero cuando llegamos a la calle Nikólskaya vi a cientos de personas, todas ellas dirigiéndose al maldito gueto. La calle se tornó blanca por los hatillos y las almohadas. Los enfermos eran llevados del brazo por sus acompañantes. Al padre del doctor Margulis, paralítico, lo transportaban sobre una manta. Un joven llevaba a una viejecita en brazos, le seguían su mujer e hijos cargando con los hatillos a la espalda. Gordon, un hombre entrado en carnes y que respiraba con dificultad, responsable de una tienda de ultramarinos, se había puesto un abrigo con cuello de piel y el sudor le corría por la cara. Me impresionó especialmente un joven: caminaba sin llevar fardo alguno, con la cabeza erguida, manteniendo ante sí un libro abierto, el rostro sereno y altivo. Pero ¡qué locas y aterrorizadas parecían las personas que estaban a su lado! Avanzábamos por la calzada mientras los habitantes de la ciudad permanecían de pie en las aceras, mirándonos pasar.
Durante un rato anduve al lado de los Margulis y oí los suspiros de compasión de las mujeres. Pero había quien se reía de Gordon y de su abrigo de invierno, aunque te aseguro que el aspecto que presentaba era más espantoso que divertido. Vi muchas caras conocidas. Algunos me hacían un ligero gesto con la cabeza, despidiéndose; otros desviaban la mirada. Me parece que en aquella muchedumbre no había miradas indiferentes; había ojos curiosos, despiadados y, algunas veces, vi ojos anegados de lágrimas.
Yo veía a dos gentíos: uno constituido por los judíos, hombres enfundados en abrigos, con los gorros calados y mujeres con pañuelos en la cabeza, y otro, en las aceras, con ropa de verano. Blusas claras, hombres sin chaquetas, algunos con camisas bordadas a la ucraniana. Parecía incluso que para los judíos que desfilaban por la calle el sol se negara a brillar, como si caminaran a través del frío de una noche de diciembre. 
En la entrada del gueto me despedí de mi acompañante y él me señaló el lugar de la alambrada donde nos encontraríamos.
¿Sabes, Vítenka, lo que sentí al hallarme detrás de las alambradas? Esperaba sentir terror. Pero, figúratelo, en realidad me sentí aliviada dentro de aquel redil para ganado. No pienses que es porque tengo alma de esclava. No, no. Me sentía así porque todo el mundo a mi alrededor compartía mi destino. En el gueto ya no estaba obligada a andar por la calzada, como los caballos; la gente no me miraba con odio; y los que me conocían no apartaban los ojos de mí ni evitaban toparse conmigo. En este redil todos llevamos el sello con el que nos han marcado los fascistas, y por esa razón el sello no me quema tanto en el alma. Aquí ya no me siento como una bestia privada de derechos, sino como una mujer desdichada. Y es más fácil de sobrellevar.
Me instalé junto a un colega, el doctor Sperling, en una casita de adobe compuesta por dos cuartuchos. Sperling tiene dos hijas ya adultas y un varón de unos doce años llamado Yura. Muchas veces me quedo contemplando la cara delgaducha de ese niño, sus grandes ojos tristes. Dos veces por equivocación le llamé Vitia y él me corrigió: «No soy Vitia, mi nombre es Yura».
¡Qué diferentes son los hombres entre sí! Sperling, a sus cincuenta y ocho años, rebosa energía. Se las ha arreglado para conseguir colchones, queroseno y una carretada de leña. Por la noche le trajeron a casa un saco de harina y medio de judías. Se alegra de sus éxitos como un jovenzuelo. Ayer colgó en las paredes unos pequeños tapices. «No es nada, no es nada, sobreviviremos -repetía-. Lo más importante es hacerse con reservas de comida y leña.»
Me dijo que era preciso organizar una escuela en el gueto. Me propuso incluso que impartiera clases de francés a Yura y me pagaría un plato de sopa por clase. Estuve conforme.
Fania Borísovna, la gorda mujer de Sperling, suspira: «Estamos perdidos, todo está perdido»; pero eso no quita para que siga de cerca a su hija mayor, Liuba, un ser amable y bondadoso, no vaya a ser que dé a alguien un puñado de judías o una rebanada de pan. La menor, Alia, el ojito derecho de la madre, es un verdadero engendro de Satanás -autoritaria, avara, recelosa-, se pasa el día gritando a su padre y a su hermana. Antes de la guerra vino a hacerles una visita desde Moscú y quedó aquí atrapada.
¡Dios mío, qué miseria por todas partes! ¡Que vengan esos que hablan de las riquezas de los judíos y que afirman que siempre tienen guardado dinero para los malos tiempos, que vengan a la Ciudad Vieja! Aquí están los malos tiempos, peores no puede haberlos. Pero en la Ciudad Vieja no se concentran únicamente los recién mudados con sus quince kilos de equipaje, aquí han vivido siempre artesanos, viejos, obreros, enfermeras… ¡En qué terribles condiciones de hacinamiento viven estas gentes! ¡Y qué clase de comida se llevan a la boca! Si pudieras ver las chozas medio en ruinas, ya casi forman parte de la tierra.
Vítenka, veo aquí a tantas personas malas, codiciosas, deshonestas, capaces de las más pérfidas traiciones. Anda por ahí un hombre espantoso, un tal Epstein, que vino a parar aquí desde alguna ciudad polaca; lleva un brazalete en la manga y acompaña a los alemanes durante los registros, colabora en los interrogatorios, se emborracha con los politsai ucranianos y lo envían por las casas a extorsionar vodka, dinero, comida. Lo he visto una o dos veces; es un hombre de estatura alta, apuesto, elegante en su traje color crema, incluso la estrella amarilla cosida a su americana parece un crisantemo.
Pero quería contarte otra cosa. Yo nunca me he sentido judía; de niña crecí rodeada de amigas rusas, mis poetas preferidos eran Pushkin y Nekrásov, y la obra de teatro con la que lloré junto a todo el auditorio de la sala, en el Congreso de Médicos Rurales, fue Tío Vania, la producción de Stanislavski. Una vez, Vítenka, cuando era una chiquilla de catorce años, mi familia se disponía a emigrar a América del Sur. Yo le dije a papá: «No abandonaré Rusia, antes preferiría ahogarme». Y no me fui.
Y ahora, en estos días terribles, mi corazón se colma de ternura maternal hacia el pueblo judío. Nunca antes había conocido ese amor. Me recuerda al amor que te tengo a ti, mi querido hijo.
Visito a los enfermos en sus casas. Decenas de personas, ancianos prácticamente ciegos, niños de pecho, mujeres embarazadas, todos viven apretujados en un cuartucho diminuto. Estoy acostumbrada a buscar en los ojos de la gente los síntomas de enfermedades, los glaucomas, las cataratas. Pero ahora ya no puedo mirar así en los ojos de la gente, en sus ojos sólo veo el reflejo del alma. ¡Un alma buena, Vítenka! Un alma buena y triste, mordaz y sentenciada, vencida por la violencia pero, al mismo tiempo, triunfante sobre la violencia. ¡Un alma fuerte, Vitia! Si pudieras ver con qué consideración me preguntan sobre ti las personas ancianas. Con qué afecto me consuelan personas ante las que no me he lamentado de nada, personas cuya situación es peor que la mía.
A veces me parece que no soy yo la que está visitando a un enfermo, sino al contrario, que las personas son amables doctores que curan mi alma. Y de qué manera tan conmovedora me ofrecen por mis cuidados un trozo de pan, una cebolla, un puñado de judías.
Créeme, Vítenka, no son los honorarios por una consulta. Se me saltan las lágrimas cuando un viejo obrero me estrecha la mano, mete en una pequeña bolsa dos o tres patatas y me dice: «Vamos, doctora, vamos, se lo ruego». Hay en esto algo puro, paternal, bueno; pero no puedo transmitírtelo con palabras.
No quiero consolarte diciendo que la vida aquí ha sido fácil para mí, te sorprenderá que mi corazón no se haya desgarrado de dolor. Pero no te atormentes pensando que he padecido hambre. No he pasado hambre ni una sola vez. Tampoco me he sentido sola.
¿Qué puedo decirte de los seres humanos, Vitia? Me sorprenden tanto por sus buenas cualidades como por las malas. Son extraordinariamente diferentes, aunque todos conocen un idéntico destino. Imagínate a un grupo de gente bajo un temporal: la mayoría se afanará por guarecerse de la lluvia, pero eso no significa que todos sean iguales. Incluso en esa tesitura cada cual se protege de la lluvia a su manera…
El doctor Sperling está convencido de que la persecución contra los judíos es temporal y cesará cuando concluya la guerra. Muchos, como él, comparten ese parecer, y he observado que cuanto más optimistas son las personas más ruines y egoístas se vuelven. Si alguien entra mientras están comiendo, Alia y Fania Borísovna esconden enseguida la comida.
Los Sperling me tratan muy bien, tanto más cuanto que yo soy de poco comer y aporto más comida de la que consumo. Pero he decidido marcharme, me resultan desagradables. Estoy buscándome un rinconcito. Cuanta más tristeza hay en un hombre y menor es su esperanza de sobrevivir, mejor, más generoso y bueno es éste.
Los pobres, los hojalateros, los sastres que se saben condenados a morir son más nobles, desprendidos e inteligentes que aquellos que se las ingenian para aprovisionarse de comida. Las maestras jovencitas; Spielberg, el viejo y estrambótico profesor y jugador de ajedrez; las tímidas chicas que trabajan en la biblioteca; el ingeniero Reivich, débil como un niño, que sueña con armar al gueto con granadas de fabricación casera… ¡Qué personas tan admirables, qué poco prácticas, agradables, tristes y buenas!
Me he dado cuenta de que la esperanza casi nunca va ligada a la razón; está privada de sensatez, creo que nace del instinto.
Las personas, Vitia, viven como si les quedaran largos años por delante. Es imposible saber si es estúpido o inteligente, es así y basta. Yo también he acatado esa ley. Dos mujeres procedentes de un shtelt cuentan exactamente lo mismo que contaba mi amigo. Los alemanes están exterminando a todos los judíos del distrito, sin compadecerse de niños o ancianos. Los alemanes y los politsai llegan en vehículos, toman a algunas decenas de hombres para hacerlos trabajar en el campo, les ordenan cavar fosas, y luego, dos o tres días más tarde, los alemanes conducen a todos los judíos hasta esas fosas y fusilan a todos sin excepción. Por doquier, en los alrededores de la ciudad, están surgiendo estos túmulos judíos. 
En la casa de al lado vive una chica polaca. Cuenta que en su país las masacres de judíos no se interrumpen ni un instante, son aniquilados del primero al último. Sólo han logrado sobrevivir judíos en algunos guetos de Varsovia, Lodz, Radom. Cuando me he parado a pensarlo, he comprendido perfectamente que no nos han congregado aquí para conservarnos con vida, como bisontes en la reserva del bosque de Biarowieia, sino como ganado que enviarán al matadero.
Conforme al plan, nuestro turno debe de estar previsto para dentro de una o dos semanas. Pero, imagínatelo, aún comprendiendo eso, sigo curando a los enfermos y les digo: «Si se lava el ojo regularmente con esta loción, dentro de dos o tres semanas estará curado». Examino a un viejo que dentro de seis meses o un año podría ser operado de cataratas. Continúo dando clases de francés a Yura, me desmoraliza su pésima pronunciación.
Entretanto los alemanes irrumpen en el gueto y desvalijan, los centinelas se divierten disparando contra los niños detrás de las alambradas y cada vez más gente corrobora que nuestro destino se decidirá el día menos pensado. Y así es, la vida continúa. Hace unos días se celebró incluso una boda. Los rumores se multiplican por decenas. Ahora un vecino me informa, ahogándose de alegría, de que nuestras tropas han tomado la ofensiva y que los alemanes se retiran. O bien circula el rumor de que el gobierno soviético y Churchill han presentado a los alemanes un ultimátum, y que Hitler ha dado la orden de que no se mate a más judíos.
Otras veces dicen que los judíos serán intercambiados por prisioneros de guerra alemanes.
Así, en ningún otro lugar del mundo hay más esperanza que en el gueto. El mundo está lleno de acontecimientos, y todos esos acontecimientos tienen el mismo sentido y el mismo propósito: la salvación de los judíos. ¡Qué riqueza de esperanza! Y la fuente de esa esperanza es sólo una: el instinto de vida que, sin lógica alguna, se resiste al terrible hecho de que todos vamos a perecer sin dejar rastro. Miro a mi alrededor y simplemente no puedo creerlo: ¿es posible que todos nosotros seamos sentenciados a muerte, que estemos a punto de ser ejecutados? Los peluqueros, los zapateros, los sastres, los médicos, los fumistas…, todos siguen trabajando. Se ha abierto incluso una pequeña maternidad, o para ser exactos, algo que se le parece. Se hace la colada y se tiende en cordeles, se prepara la comida, los niños van a la escuela desde el primero de septiembre y las madres preguntan a los maestros sobre las notas de sus hijos.
El viejo Spielberg ha llevado varios libros a encuadernar. Alia Sperling realiza a diario su gimnasia matutina; cada noche, antes de acostarse, se enrolla el cabello en bigudíes; y riñe con su padre por dos retales de tela que quiere para hacerse unos vestidos de verano.
También yo mantengo mi tiempo ocupado de la mañana a la noche. Visito a los enfermos, doy clases, zurzo mi ropa, hago la colada, me preparo para hacer frente al invierno: le pongo relleno de guata a mi abrigo de otoño. Escucho los relatos sobre los terribles castigos que se infligen a los judíos: la mujer de un consultor jurídico que conozco fue golpeada hasta perder el conocimiento por haber comprado un huevo de pato para su hijo; a un niño, el hijo de Sirota, el farmacéutico, le dispararon en el hombro cuando trataba de deslizarse por debajo de la alambrada para recuperar su pelota. Y luego, otra vez, rumores, rumores, rumores…
Lo que ahora te cuento, sin embargo, no es un rumor. Hoy los alemanes vinieron y se llevaron a ochenta jóvenes para trabajar el campo, supuestamente para recoger patatas. Algunos incluso se alegraron imaginando que podrían traer unas pocas patatas para la familia. Pero yo comprendí al instante a qué se referían los alemanes con patatas.
La noche en el gueto es un tiempo aparte, Vitia. Tú sabes, querido hijo, que siempre te he enseñado a decirme la verdad, un hijo siempre debe decir la verdad a su madre. Pero también una madre debe decir la verdad a su hijo. No te imagines, Vítenka, que tu madre es una mujer fuerte. Soy débil. Me da miedo el dolor y tiemblo cuando me siento en el sillón del dentista. De niña me daban miedo los truenos y la oscuridad. Ahora que soy vieja, tengo miedo de las enfermedades, de la soledad; temo que si enfermara no podría trabajar más y me convertiría en una carga para ti y que tú me lo harías sentir. Tenía miedo de la guerra. Ahora, por las noches, Vitia, se apodera de mí un terror que me hiela el corazón. Me espera la muerte. Siento deseos de llamarte, de pedirte ayuda.
Cuando eras pequeño, solías correr a mí en busca de protección. Ahora, en estos momentos de debilidad, quisiera esconder mi cabeza entre tus rodillas para que tú, inteligente y fuerte, me defendieras, me protegieras. No siempre soy fuerte de espíritu, Vitia, soy débil. Pienso a menudo en el suicidio, pero algo me retiene, no sé si es debilidad, fuerza o bien una esperanza absurda…
Pero ya es suficiente. Me estoy durmiendo y comienzo a soñar. A menudo veo a mi madre, hablo con ella. La pasada noche vi en sueños a Sasha Sháposhnikova en la época que vivimos juntas en París. Pero contigo no he soñado ni una sola vez, aunque pienso en ti sin cesar, incluso en los momentos de angustia más terrible. Me despierto y de repente veo el techo, entonces recuerdo que los alemanes han ocupado nuestra tierra, que soy una leprosa, y me parece que no me he despertado sino, al contrario, que me acabo de dormir y estoy soñando.
Pero pasan algunos minutos y oigo a Alia discutir con Liuba sobre a quién le toca ir al pozo por agua, oigo a alguien contar que durante la noche, en la calle de al lado, los alemanes fracturaron el cráneo a un viejo.
Una chica que conozco, alumna del Instituto Técnico de Pedagogía, vino a buscarme para que fuera a examinar a un enfermo. Resulta que la chica escondía a un teniente con una herida en un hombro y un ojo quemado. Un joven dulce, demacrado, con un fuerte acento del Volga. Había pasado por debajo de las alambradas durante la noche y había hallado refugio en el gueto. La herida del ojo no era demasiado grave y pude cortar la supuración. Me habló largo y tendido sobre los combates, la retirada de nuestras tropas; sus historias me deprimieron. Quiere restablecerse cuanto antes y volver, cruzando la línea, al frente. Varios jóvenes tienen la intención de partir con él, uno de ellos fue alumno mío. ¡Ay, Vítenka, si pudiera ir con ellos! Fue un enorme placer ayudar a ese joven: sentí que también yo participaba en la guerra contra el fascismo. Le llevamos patatas, pan, judías, y una anciana le tricotó un par de calcetines de lana.
Hoy se ha vivido un día lleno de dramatismo. Ayer Alia se las ingenió, a través de una conocida rusa, para hacerse con el pasaporte de una joven rusa, muerta en el hospital. Esta noche Alia se irá. Y hoy hemos sabido de boca de un campesino amigo que pasaba cerca del recinto del gueto que los judíos a los que enviaron a recoger patatas están cavando fosas profundas a cuatro kilómetros de la ciudad, cerca del aeródromo, en el camino a Romanovka. Vitia, recuerda ese nombre: allí encontrarás la fosa común donde estará sepultada tu madre.
Incluso Sperling lo ha comprendido. Ha estado pálido todo el día, los labios le temblaban y me ha preguntado, desconcertado: «¿Hay esperanza de que dejen con vida al personal cualificado?». Se dice, en efecto, que en algunos lugares no han ejecutado a los mejores sastres, zapateros y médicos.
A pesar de todo, esta misma noche, Sperling ha llamado al viejo que repara las estufas y éste le ha habilitado un escondrijo en la pared para la harina y la sal. Yura y yo estuvimos leyendo Lettres de mon moulin. ¿Te acuerdas de cuando leíamos en voz alta mi cuento favorito, «Les vieux», e intercambiábamos miradas, nos echábamos a reír y se nos llenaban los ojos de lágrimas? Después le dicté a Yura las clases que tenía que aprender para pasado mañana. Así debe ser. Pero qué dolor sentí cuando miré la carita triste de mi alumno, sus dedos anotando en la libretita los números de los párrafos de gramática que le había puesto de deberes. 
Y cuántos niños hay aquí: ojos maravillosos, cabellos rizados oscuros. Entre ellos habría, probablemente, futuros científicos, físicos, profesores de medicina, músicos, incluso poetas.
Los veo cuando corren a la escuela por la mañana, tienen un aire serio impropio de su edad y unos trágicos ojos desencajados en la cara. A veces comienzan a armar alboroto, se pelean, se ríen a carcajadas, pero entonces, más que producirme alegría, el espanto se adueña de mí.
Dicen que los niños son el futuro, pero ¿qué se puede decir de estos niños? No llegarán a ser músicos ni zapateros ni talladores. Y esta noche me hice una idea clara de cómo este mundo ruidoso, de papás barbudos, atareados, de abuelas refunfuñonas que hornean melindres de miel y cuellos de ganso, el mundo entero de las costumbres nupciales, los proverbios, las celebraciones del sabbat, desaparecerá para siempre bajo tierra, y después de la guerra la vida se reanudará, y nosotros ya no estaremos, nos habremos extinguido al igual que se extinguieron los aztecas.
El campesino que nos trajo la noticia de la preparación de las fosas comunes nos contó que su mujer se había pasado la noche llorando y lamentándose: «Saben coser y fabricar zapatos, curten la piel, reparan relojes, venden medicinas en la farmacia… ¿Qué pasará cuando los hayan matado a todos?».
Con qué claridad me imaginé a alguien, una persona cualquiera, pasando delante de las ruinas y diciendo: «¿Te acuerdas? Aquí vivía un judío, un reparador de estufas llamado Boruj. Las tardes de los sábados su vieja mujer se sentaba en un banco y, alrededor de ella, los niños jugaban». Y otro diría: «Y allí, bajo el viejo peral, se solía sentar una doctora, no recuerdo su apellido, pero una vez fui a verla para que me curara los ojos. Después del trabajo sacaba una silla de mimbre y se ponía a leer un libro». Así será, Vitia.
Después fue como si un soplo de espanto hubiera atravesado los rostros de las gentes: todos comprendimos que se acercaba el final.
Vítenka, quiero decirte… no, no es eso, no es eso.
Vítenka, termino ya la carta y voy a llevarla al límite del gueto, se la entregaré a mi amigo. No es fácil interrumpir esta carta, ésta es mi última conversación contigo, y cuando la haya entregado me habré apartado de ti definitivamente, nunca sabrás lo que han sido mis últimas horas. Ésta es nuestra última despedida. ¿Qué puedo decirte antes de separarme de ti para siempre? en estos últimos días, como durante toda mi vida, tú has sido mi alegría. Por la noche me acordaba de ti, de la ropa que llevabas de niño, de tus primeros libros; me acordaba de tu primera carta, tu primer día de escuela; todo, me acordaba de todo, desde tus primeros días de vida hasta la más nimia noticia que recibí de ti, el telegrama que recibí el 30 de junio. Cerraba los ojos y me parecía, querido mío, que me protegías del horror que se avecinaba sobre mí. Pero cuando pienso lo que está ocurriendo, me alegro de que no estés a mi lado y que no tengas que conocer este horrible destino.
Vitia, yo siempre he estado sola. Me he pasado noches en blanco llorando de tristeza. Pero nadie lo sabía. Me consolaba la idea de que un día te contaría mi vida. Te contaría por qué tu padre y yo nos separamos, por qué durante todos estos largos años he vivido sola. Pensaba a menudo: «¡Cuánto se sorprenderá Vitia al saber que su madre ha cometido errores, ha hecho locuras, que era celosa y que inspiraba celos, que su madre era igual que todas las jóvenes!». Pero mi destino es acabar la vida sola, sin haberla compartido contigo. A veces pensaba que no debía vivir lejos de ti, que te quería demasiado, que ese amor me daba derecho a vivir mi vejez junto a ti. A veces pensaba que no debía vivir contigo, que te quería demasiado.
Bueno, en fin… Que seas feliz siempre con aquellos que amas, con los que te rodean, con los que han llegado a estar más cerca de ti que tu madre. Perdóname.
De la calle llegan llantos de mujer, improperios de los policías, y yo, yo miro estas páginas y me parece que me protegen de un mundo espantoso, lleno de sufrimiento. ¿Cómo poner punto final a esta carta? ¿De dónde sacar fuerzas, hijo mío? ¿Existen palabras en este mundo capaces de expresar el amor que te tengo? Te beso, beso tus ojos, tu frente, tu pelo.
Recuerda que el amor de tu madre siempre estará contigo, en los días felices y en los días tristes, nadie tendrá nunca el poder de matarlo.
Vítenka… Ésta es la última línea de la última carta de tu madre. Vive, vive, vive siempre…
MAMÁ

Vasili Grossman, Vida y destino, p. 94-110